domingo, 16 de marzo de 2008

El Correo Gallego, 16 de marzo de 2008



El padre de e=mc2, convertido en el centro de una trama de espionaje
Einstein y la ética de la ciencia

16.03.2008
No hace mucho se analizaba en esta misma palestra el difícil papel del científico a lo largo de la historia. Amenazado, coartado por circunstancias políticas o sociales, ha estado siempre en la cuerda floja. Su destino es, casi siempre, la incomprensión y el más terrible aislamiento. La consecuencia de todo eso es, con frecuencia, caer en un error de perspectiva
TEXTO: XURXO FERNÁNDEZ FOTO (DE ANDRÉS PÉREZ DOMÍNGUEZ): MON ESCUREDO
El autor de la ‘Teoría de la Relatividad’ se convirtió, de la noche a la mañana, en el científico más famoso del mundo.

En cierta ocasión hablábamos de dos problemas muy serios: el papel que los científicos han tenido en el cambio climático y de cómo éste ha intervenido decisivamente en el devenir del hombre. Y citábamos Historia del futuro, un interesante libro de Pablo Francescutti, donde, entre otras muchas cosas se contaba cómo la Segunda Guerra Mundial había cambiado de rumbo gracias a una predicción meteorológica. Pero veamos.

Es el momento crucial en que Adolf Hitler decide invadir la Unión Soviética, desoyendo a las más explícitas crónicas de esa monumental nación, que relatan con pelos y señales cómo, por ejemplo, alguien tan grande, aparentemente invencible, como Napoleón había fracasado en el mismo empeño.

El líder nazi tenía la sana costumbre de confiar en sus asesores más directos. Especialmente en sus científicos (aparte de la corte de magos, esoteristas y nigromantes focalizada en la Ahnenerbe y en la Thule Gesellschaft). Así fue como su meteorólogo, un tal Franz Baur, predijo con absoluta seguridad que el invierno que unía los años 1941 y 1942 sería especialmente bonancible en la Gran Madre Rusia.

Como todos ustedes recordarán, fue considerado como uno de los peores del siglo. Y así fue como, tras una derrota aplastante de los elementos (soldados congelados por haber llevado una miseria de ropa; la maquinaria bélica hacha pedazos por congelación, la escasez de víveres y la imposibilidad material de reabastecimiento in itinere), el bueno del cabo enano se quedó sin poder aplastar a Iosif Stalin.

El libro citaba varios casos más de incidencia de los elementos en una contienda. El conocido caso de Jerjes en Grecia, o el de la Armada Invencible, por ejemplo.

¿Y el papel del científico en ese mismo devenir colectivo de la Humanidad?
Ha oscilado entre el arrojo sacrificado y casi inconsciente y la más miserable de las cobardías. No le han sido ajenos ni la entrega más suicida ni la más taimada de las traiciones.
Personalmente uno es de los que creen profundamente en el poder de la ciencia, de Arquímedes a Stephen Hawking, sin olvidar a Asimov, al simpático Carl Sagan o a Martin Gardner. Pero también ha podido constatar, como cualquiera de ustedes, el error inútil y peligroso.

Ese fue el caso del grupo de Oppenheimer. El director del tristemente célebre Proyecto Manhattan acabó sermoneando seriamente al entonces presidente de Estados Unidos, Harry S.Truman, y es bien conocida la frase que le dijo en el Despacho Oval: “Todos nosotros, empezando por usted, tenemos las manos manchadas de sangre”.

He ahí, al menos, a un científico que, responsable de abrir la Caja de Pandora, al menos tuvo conciencia, y supo llevarse las manos a la cabeza.

Pero miren el caso opuesto. Es el de Edward Teller, el creador de ese otro simpático juguete que fue la bomba de hidrógeno. Inasequible al desaliento –su cinismo jamás tuvo límites–, respondió no sólo con evasivas, sino atacando, a las afirmaciones (precisamente) de Sagan, que lo convertían en un ejemplo de inconsciencia científica.

Sagan había dicho hacía mucho tiempo que Teller y Andrei Sajárov eran “los responsables de que se haya cerrado el telón del futuro”, añadiendo que “la bomba de hidrógeno es, con diferencia, el arma más horrible inventada jamás”. En esa misma línea, cuando en 1983 se descubrió la existencia del invierno nuclear, base del cambio climático más radical de la historia del hombre, volvió a emprenderla con los dos físicos. La respuesta de Teller fue desmentir que hubiese tal fenómeno, y que sus acusadores eran, lisa y llanamente, una pandilla de alarmistas.
¿Les recuerda otro caso más reciente? Claro: el affair Al Gore. Señor, señor,...

El último de los científicos en el ojo del huracán es Albert Einstein. En la última fase de su vida se convirtió en un ermitaño, obsesionado con la Mecánica Cuántica y enfrentándose por ese motivo a Fermi, a Heisenberg y, en general, a toda la comunidad científica.

De eso y de muchas otras cosas habla Andrés Pérez Domínguez en su libro El factor Einstein, que acaba de publicar Martínez Roca.

‘El factor Einstein’ y su autor, Andrés Pérez Domínguez

La fabricación de la Caja de Pandora


“Sólo esperaba que el hallazgo sucediera a este lado de la frontera alemana y que quien lo descubriera tuviera sólo una pizca de sensatez para no ir corriendo a que la revista Nature o cualquier otra, publicase el resultado de la investigación...”
En el hermosísimo libro de Andrés Pérez Domínguez se retoma la pugna, en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, por conseguir la primera arma de destrucción masiva.
Dos bloques se enfrentan: Alemania y el resto del Mundo (a excepción, claro está, de Serbia, Italia y el Imperio del Sol Naciente).
Es el telón de fondo de una trama que sobrevuela a cualquier condicionamiento histórico, geográfico o político, para convertirse en un modelo de lucidez a la hora de tratar la condición humana.
He ahí a toda una serie de personajes de una solidez majestuosa, con todas las contradicciones posibles, con todas las debilidades, con todos los atisbos de bondad o actitud bienpensante o con esa maldad que, germinalmente, todos llevamos dentro. Están los físicos. Es decir, no sólo Einstein (quien, a todas luces, no es quien parece ser), sino Heisenberg, el que se quedó, ante la desesperación de sus colegas, en el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín para trabajar bajo el dictado de los preceptos militares de los nacionalsocialistas. Está Fermi, uno de esos personajes ambiguos, indecisos, para quien tomar una decisión ética resulta arduo. Está Leo Szilard, un científico quizás menos brillante que los anteriores, pero que sabe dar un paso histórico para alertar del peligro a quien debe y que tiene la certeza de que hay que proteger a buen recaudo la clave última de la fisión nuclear. Está Joliot, que tiene la arrogancia de publicar sus estudios en la revista Nature, en el peor momento posible, justo cuando pueden caer en malas manos (y caen, por supuesto).
Y los protagonistas. Frida von Kleinsberg, la aristócrata agente que se hace llamar Frida Klein, capaz de pasar sin sombra de preocupación o molestia alguna en la conciencia, de una faceta vital –su cometido bélico, como espía– a la opuesta –los sentimientos, que acaban por florecer– . Y ese hallazgo que es Alfonso Altamira, el mejor de todos los físicos españoles, que ha caminado mucho tiempo sobre las aguas turbulentas del Instituto Kaiser Wilhelm. Un hombre chapado a la antigua, un caballero solitario. Una auténtica delicia de personaje.
Toda la novela es una lección magistral de coherencia. En ella la buena literatura es, nuevamente, amena. Como en El corazón de las tinieblas, por poner un ejemplo. Como en El Viajero Astral. Como en Tombuctú. Es, simplemente, una historia humana maravillosa, envuelta en una tragedia de proporciones universales.




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